viernes, 31 de julio de 2009

El Valle de la Luna en bicicleta

Luego de dos días relativamente intensos, tratando de familiarizarnos con el pueblo de San Pedro, sus calles estratégicas, las picadas salvadoras, y por supuesto, con la gente que vive o está de paso por el pueblo atacameño, llega el día miércoles. En realidad no viajamos con mucho dinero, por lo que cualquier gasto, por muy necesario que sea, era escandalósamente doloroso, sobretodo porque San Pedro es un pueblo cosmopólito donde llega gente de los más diversos países y culturas, para sumergirse en este extraña y sublime experiencia atacameña que se constituye en nuestras raíces precolombinas más puras. El tema era que por la llegada masiva de los turistas, o los “invasores” como diría un amigo, los precios obviamente vuelan, y somos los rotos chilenos, los que tenemos que sufrir y regatear todo lo que posible, desde el camping hasta los tours, estos últimos se constituyen en una pieza fundamental del viaje a San Pedro, ya que es la única forma de poder conocer los lugares más interesantes y espectaculares que la cultura Atacameña posee, debido a la lejanía de muchos atractivos y lo implacable y duro del clima, se hace indispensable tomar al menos un tour hacia algún destino. Con este panorama, nuestro sencillo y humilde pero valeroso presupuesto se veía bastante aterrado, así que decidimos con el Mono y el Feña, alinearnos en una “economía de guerra”, que nos permitiera guardar las monedas para los tours (otro cuento era el regateo que teníamos que hacer para anotarnos en uno).


Ya era miércoles, y decidimos, luego de una ocurrente conversación de base, entre tallas y estupideces, levantar nuestro campamento que teníamos en el camping “los Perales”, y dejar las mochilas, carpa y demases, en la casa de una prima del Mono. Era una buena opción, ya que durante el día mis compañeros de viaje tomarían un tour hacia la laguna de los flamencos. Se me ocurrió que yo podría ajustarme a mi corto presupuesto (el día martes ya había tomado un tour a los Geisers del Tatio), e ir en búsqueda de una travesía en bicicleta, hacia el Valle de la Luna. Mi intención se vio confirmada ya que la prima del Mono me prestó su bicicleta, por lo que me ahorré los cuatro o cinco mil pesos del arriendo de bicicletas. Después de comer pollo con arroz nos separamos. Luego de que mis compañeros de ruta se fueron a esperar el transfer a la plaza, a eso de las tres de la tarde, me mojé la cara, me vestí con alguna ropa no tan pesada por el calor, ni tan liviana por el frío del regreso y tomé rumbo hacia el Valle de la Luna. Me acompañó hasta la entrada de San Pedro Edwin, el artesano hippie que conocimos unos días antes en el carrete del camping, y que se había transformado en un gran referente y compadren, ya que tocaba armónica, tocaba como muy pocas personas lo pueden hacer. Junto con Edwin recorrimos varias noches los restaurantes y pubs de San Pedro, juntando algunas monedas para darnos algunos gustitos. El tema era que iba a buscar a su hijo que llegaba al terminal en un rato más. Luego de que me deseó suerte y buenas vibras, me encaminé a través de la carretera al mítico Valle de la Luna. Al son de “Los Jaibas” en mis oidos, me adentraba cada vez más en el desierto, a medida que dejaba atrás San Pedro, me sentía acompañado del Titán del norte que me pegaba en la cara como si me gritara a cada rato, si bien el sol pegaba fuerte, el viento me hacía quitarle atención. Avanzando durante casi 40 minutos de pedaleo llegué a la entrada del Valle, ahí debía pagar una entrada de estudiante, eran mil quinientos pesos. Junto con pagar, un joven perteneciente a una de las comunidades indígenas que administran el valle, me explica y aconseja los parajes que me conviene conocer, los nombres de ellos y me dice que hice una buena opción, ya que en el viaje en bicicleta se aprecia a cabalidad la panorámica de los paisajes, cosa que en auto o buses, es imposible hacer. Luego de preguntarle algunas cosas, le pedí un vaso de agua, accedió amablemente. Pude mojar un poco mi garganta, que gracias al viento altiplánico estaba sequísima. Me despedí y continué mi travesía. El cemento de la carretera ya desaparece y la tierra se apodera del camino. A lo lejos se aprecian unos enormes cerros de color café, dándome la bienvenida, pero haciéndome saber que aún quedaba mucho para llegar. El álbum Alturas de Machu pichu aún no terminaba de sonar en mis oídos cuando llegó después de un poco de esfuerzo, algunos cerritos, al primer control. Ahí un cuidador me presta una linterna de cabeza, a cambio de mi carné de identidad, para ingresar a las Caverna de Sal, impresionante cueva, que debido a sus paredes blancas y agrietadas con hoyos misteriosos, te transportaba a lo que se podía imaginar como la luna, el tema era que me acaloraba pensar así, ya que debería tener un traje de astronauta, y a estas alturas ya hacía mucho calor. Luego de unos quince minutos de caminar a través de distintos obstáculos, y estrechos caminos, salí de la cueva saludando a una pareja de franceses y a tres chicos chilenos, que conocía del camping, creo que eran de Copiapó. Regresé al control, recobré mi carné y retomé el camino. El guardavalle me comentó que tenía 40 minutos para llegar a los miradores, y alcanzar a ver el atardecer, así que tomé la bicicleta y apuré el pedaleo, con una motivación que se veía reforzada al ir escuchando “Sube a nacer conmigo hermano” de los jaibas, el tema no sólo era llegar al mirador, sino ir disfrutando del increíble y espeluznante paisaje que se apreciaba al pedalear hacia allá. Mis grandes motivaciones que me hicieron pedalear más rápido se vieron frustradas por las estrambóticas pendientes que tuve que subir, a ratos tuve que bajarme de la bicicleta, no soy un profesional ciclista, por lo que esas subidas eran bastantes encumbradas para mí, y era menester caminarlas un momento. Se conjugaban cansancio con emoción al levantar la mirada, respirar rápido gracias a la altura, y captar con mis ojos la maravilla altiplánica que me acoge en su seno. Luego de hacer ascenso por casi 20 minutos, comienza un poco de descenso y al tomar una curva se divisan autos estacionados y bicicletas. Eran los miradores. Al dejar la bicicleta en su lugar correspondiente me percaté de un paisaje que conmovía, eran kilómetros de tierra color blanco, donde parecía que alguna vez nevó, pero que la nieve nunca fue removida. Lo chistoso era que aún si quiera había subido a los miradores. Comencé el ascenso caminando ya, por unas dunas. Mis piernas iban un poco débiles, por el reciente ascenso. A medida que iba subiendo se veía cada vez más interminable la nieve altiplánica y las rocas lunáticas que emergían como imponentes reinas que eran vigiladas bajo la atenta mirada del emperador spremo Inti. Luego de unos 10 minutos de ascender llegué donde habían dos guardavalles, le pregunté por el mejor lugar para ver la puesta de sol, y me indica el más popular, pero me comenta que el mejor lugar para ver la puesta de sol era otro, me lo indicó. Sin bacilar tomé rumbo a este último y al llegar, me invadió una sensación poco frecuente, y que me es difícil de describir. Era como si el mundo se paralizara por unos minutos y se silenciara todo, quedando en escena la grandeza de la creación y lo majestuoso de este lugar sagrado para el pueblo atacameño. Por unos segundos me quedé paralizado, tratando de mirar en detalle y captar ojala para siempre esa vista del Volcán Licancabur de fondo, acompañado por diversos cerros nevados, y en primer plano el valle, que transporta la conciencia a otro punto del espacio. No sólo eso, al girar mi cuerpo aparecía otro nuevo paisaje, era para quedarse loco en realidad. Ya pasaron unos 5 minutos, y llegan al mirador tres personas más. Eran de más edad, y uno de ellos hablaba español, era un chileno y dos franceses. El compatriota tenía una cámara fotográfica, me di valor y le expliqué que mis amigos habían tomado otro tour, y me dejaron sin cámara, y si podría tomarme una foto, y mandármela por Internet. Sin bacilar, y parece que sin pensar el chileno parlante francés me respondió: “por su puesto, pero si te sacas una, mejor sácate cuatro, y después te las envío”. Yo sacándome fotos, y él diciéndome donde sería mejor, al parecer sabía de fotos. Con todo, me llamó la atención lo buena onda del caballero. Fue en compañía de “The dark side of the moon” de Pink Floyd que me senté en unas rocas a disfrutar del mítico e irrepetible paisaje. “Breath in the air” parecía haber sido compuesto para disfrutar de la grandeza de aquel imagen absoluta e imponente del Valle de la Luna. Ya el tiempo pasaba y no podía dejar de sentir algunas cosquillas en mi cuerpo, al intentar dimensionar, la trascendencia que el valle tuvo en el colectivo del pueblo atacameño, y pensar que quizás en el lugar en que yo estaba, ellos mismos adoraban a su propio dios, impresionados por la grandeza de la naturaleza. Espontáneamente, agradecí a mi Dios por su evidencia, por sus huellas en la tierra. Y me estremecía al saber que el Valle de la Luna quizás era un respiro o suspiro del Creador. Yo por mi parte me sentía un grano de arena en el mar. Entre medio de mis distintas reflexiones me di cuenta de que el sol estaba por irse, al mismo tiempo que me di cuenta de la canción que sonaba: “The great gig in the sky”. Fue en el momento más intenso de la canción pinkfloydiana que el sol se iba poniendo, era como si Dios estuviera gritando o como si el sol era tomado por él y guardado por sus manos. De todas formas no pude evitar caer unas lágrimas que me sorprendieron a mí mismo, al mismo tiempo en que me vía absorto ante los nuevos colores y matices que emergían con la puesta del sol. La tierra se veía suavizada y descansada, como si hubiera estado esperando que el gran titán del cielo se pusiera. Luego de vivenciar esta experiencia aterradora, aterricé de golpe y recordé que el guardavalles comentó que apenas se pusiera el sol me convenía volver, ya que luego se oscurecería todo, y en bicicleta es bastante complicado. Comencé a descender del mirador, y a medida que bajaba la tierra, las piedras, los cerros, la nieve altiplánica iba tomando nuevos colores. Dejé en pensar en regresar y me paré por unos minutos a contemplar el color del cielo que iba cambiando paulatinamente, esto coincidió con el coro de “Us and them”, por lo que inevitablemente me sentía en otro mundo, otra vez. Ya en la bicicleta, emprendí el regreso a San Pedro, en realidad estaba un poco agotado por el sol constante que me había dejado hasta unos minutos, y la garganta seca me hacía añorar una gota de agua. De todos modos con el nuevo aire fresco, y ya con mi chaqueta negra puesta comencé a regresar. La vuelta fue formidable, un descenso rápido de unos 15 minutos. Para mi sorpresa los colores seguían cambiando y a cambio de la nieve altiplánica, ahora veía de primer plano el Volcán Licancabur, y sus acompañantes cerros nevados. Otra grata sensación pude percibir, al verme bajando a una rapidez increíble por el Valle de la Luna, escuchando la canción de Moby “In this World” y tratando de asimilar un paisaje increíble, abracadrante, imposible, ficticio, prodigioso, sobrenatural, ilusorio, inalcanzable. Ya pasando el primer control, y terminando el descenso, las primeras estrellas se comenzaron a asomar, y comenzaron a regresar los transfers y automóviles que estaban en el mirador. Luego de casi una hora y media de pedaleo incesante, llegué a la entrada del Valle. Comenzó ya el cemento y con él el hambre, el frío, y aparecen nuevas estrellas, ya llegada la noche. El cielo imponente, y era la luna quien me guiaba por la carretera, éramos la luna y yo, viajando por la carretera, un silencio ensordecedor, y las piernas que reclamaban. Después de casi una hora de pedaleo en la carretera, al lado derecho de la carretera veo como unas luces provenientes del suelo desértico, en realidad me dejó desconcertado el suceso, y paré la bicicleta, me bajé. No sabía si era síntoma de mi cansancio ya a estas alturas, o del delirio pinkfloidiano, pero sí, había una especie de iluminación en el suelo. Caminé y acercándome pude corroborar que se trataban de un grupo de piedras que brillaban, no entendía por qué brillaban y las otras no. La respuesta no me interesó más que la intriga, así que tomé un par de piedras, eran blancas y era alucinantemente lógico: brillaban con la luz de la luna. Me las eché al bolsillo y continué mi fugaz y casi extinta travesía.

Ya se veían las luces a lo lejos de San Pedro, con el Mono, el Feña y luego con Erwin el hippie, nos íbamos a juntar en la plaza, para ir a tocar blues a los restaurantes y pubs del pueblo altiplánico, ojalá unas monedas para apoyar el presupuesto, se venía el carrete en el Río, el carrete del bajo pueblo atacameño.